Cerca de un tercio de la población europea reconoce sentirse sola con frecuencia. En Estados Unidos, más del cuarenta por ciento de los adultos jóvenes se describen como profundamente solos. En España, más de dos millones de mayores de sesenta y cinco años viven solos, y muchos de ellos reconocen pasar días enteros sin conversar con nadie. La investigación psicológica ha encontrado numerosas evidencias del impacto de la soledad no deseada sobre la salud mental. Las personas que experimentan soledad persistente tienen más del doble de probabilidades de desarrollar depresión en un plazo de cinco años.
El aumento de la soledad se debe a múltiples factores. La transformación de la familia, con más hogares unipersonales y menos convivencia intergeneracional, ha reducido la densidad de las redes de apoyo. Las tecnologías digitales, que deberían facilitar la conexión, a menudo producen vínculos superficiales y refuerzan la comparación social negativa. Vivimos en un tiempo paradójico, con los mayores índices de soledad cuando nunca hemos contado con tantas herramientas para comunicarnos.
La soledad se manifiesta de manera diferente según la etapa de la vida. En la adolescencia, etapa de máxima sensibilidad social, puede surgir de la exclusión escolar o digital. En la juventud, el inicio de la vida adulta supone cambios de residencia, trabajos temporales y rupturas frecuentes, lo que dificulta la consolidación de amistades sólidas. En la vejez, la pérdida de la pareja, la jubilación o las limitaciones físicas reducen las posibilidades de interacción. Sin embargo, conviene recordar que el sentimiento de soledad no es ni mucho menos exclusivo de los mayores: la tendencia se ha invertido y cada vez es más frecuente en adolescentes y jóvenes.
La conmemoración del Día Mundial de la Salud Mental nos invita a reflexionar sobre los desafíos más urgentes en este campo. Uno de los más relevantes es el de la soledad no deseada, un fenómeno que la Organización Mundial de la Salud ya considera un problema de salud pública global. La experiencia internacional demuestra que las intervenciones comunitarias funcionan. En el Reino Unido, la creación de un Ministerio de la Soledad ha impulsado proyectos de acompañamiento y redes vecinales que han mostrado resultados prometedores. En Japón se han desarrollado programas de visitas domiciliarias y de voluntariado para mitigar el aislamiento. En varios países se han puesto en marcha iniciativas intergeneracionales que reúnen a jóvenes y mayores con beneficios para ambos. También la tecnología, bien utilizada, puede ser aliada: aplicaciones y plataformas que fomentan el encuentro real y la participación comunitaria. El urbanismo tiene un papel no menor: ciudades con plazas, bibliotecas y espacios culturales abiertos facilitan el encuentro y la convivencia, frente a aquellas dominadas por la dispersión y el aislamiento. Finalmente, desde la psicología se han diseñado programas de entrenamiento en habilidades sociales y emocionales que refuerzan la empatía, la escucha y la resiliencia relacional, con resultados positivos en la reducción de la soledad percibida. La clave está en comprender que no basta con aumentar el número de contactos. Quizá recuperando la calidad de las relaciones frente a la cantidad esté el camino. Lo que importa es la calidad de los vínculos, el sentimiento de pertenencia y de reconocimiento mutuo.
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